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Exposiciones
- Ulrich Wulff
Ulrich Wulff
Los cuadros de Piet Mondrian, especialmente aquellos pintados a partir de 1919, comienzan a experimentar, simultáneamente, lo que él llamó “una armonía real y completamente humana”. De alguna forma esta síntesis la observamos también en las nuevas pinturas que Ulrich Wulff presenta en su primera exposición individual en España. Sus cuadros se adentran y penetran con intensidad en el mundo concreto y autosuficiente de la pintura misma.
Siguiendo la estela de Lucio Fontana, Robert Ryman, Blinky Palermo y Günther Förg, Wulff convierte la totalidad de la superficie pictórica en la imagen misma del cuadro. No pinta una imagen dentro de un cuadro, sino que utiliza toda la superficie del cuadro como imagen. Y en una vertiente que podríamos llamar cezanniana, otorga el mismo peso pictórico a cada área de la superficie del cuadro.
Para Ulrich Wulff la experimentación formal es sustituida, o más bien absorbida, como unidad de medida, por lo humano. Todo en su obra está conectado a lo humano. El sentido de la pintura responde a la totalidad de un cuerpo como fundamento vital del cuadro. Ni el tema de su pintura es la geometría ni esta opera a través de la lógica geométrica. Esto supondría entregar el poder de definición y concepción de lo pictórico a un marco único de evaluación o propósito, y en cambio, estas nuevas pinturas de Wulff, como unidad, dirigen su atención a la medida interna en lugar de a la externa.
En palabras del propio pintor, siguen la Bildmaß o teoría de la medida (también conocida o traducida como medida de empuje hacia adelante “push forward” o medida de imagen) que plantea una equivalencia con la verdad de la pintura, su autoconciencia. Dicha Bildmaß explora las relaciones dentro de la pintura que no se reducen únicamente al plano pictórico, ni se deducen de la realidad. Todo es lo mismo en sus pinturas: no hay distinción entre líneas pictóricas y campos de color claramente contorneados. Y aunque línea y color se muestren diferentes a nuestros ojos, su ser interior conforma una unidad total. La línea se expande y actúa como campo de color, mientras que el color plano se realiza a través de los tonos de contraste que lo rodean y lo delimitan.
Todo es visible y puro. La invención pictórica y la experiencia humana se unen. Los cuadros de Wulff no son símbolos ni geometrías, pero sin embargo sí se interrogan sobre determinadas dinámicas de tiempo o de sistemas de proporciones y escalas. Por el contrario, son presencia o vibración, sustentadas por algo similar a lo que John Cage, en su particular búsqueda de una “música a prueba de terremotos”, llamó “paréntesis de tiempo flexibles”.
Es interesante porque Wulff no piensa en términos de temas o series o en términos de motivos individuales. La preocupación teórica está directamente ligada al desarrollo intuitivo de la superficie. Y su pintura tiene mucho más que ver con una nueva sensibilidad capaz de expresarse de manera autónoma sobre determinadas verdades pictóricas, que sobre la formalización de ciertas geometrías. Son superficies planas conectadas con lo humano. Si durante las vanguardias históricas se equiparó la forma plana con la espiritualidad exaltada o con la esencia general de las cosas, aquí el plano, la superficie, contiene una experiencia vital condicionada por el campo pictórico.
Es asombroso e insólito que el principal valor de estas pinturas, el de la materia, se disuelva paradójicamente en una presencia o irradiación. Wulff sostiene conscientemente que la única posibilidad de la pintura para ser percibida es su facultad o dimensión material y que precisamente la única vía posible de aproximación a la potencial espiritualidad de ella misma se da a través de la cualidad física de la materialidad del mundo. Lo material como única conexión con lo espiritual.
Esta pintura parece diluirse y desaparecer, sin peso, en una superficie donde el color y la línea se unifican. Desde su planitud, las formas verticales o inclinadas, la vibración de los colores (algunos corpóreos y carnosos, y otros metálicos y desvaídos) y la disolución de los contornos, que transforman el color en línea y la línea en tono (alejándose y acercándose, casi imantados, construyendo y diluyendo la forma), neutraliza y suprime la distinción entre figura y fondo, entre materia y no materia. La corporeidad de la materia perece pulverizarse en el plano de los cuadros de Wulff, y así, volverse transparente y cristalina.
Existe, visualmente, una imagen, pero esta desaparece y se elimina en favor del plano, sutil y limpio de capas, que reafirma la bidimensionalidad de la superficie pictórica. Los brillos de los dorados y los plateados se muestran conmovedores, hipnóticos, mientras que los rosas o morados, indescifrables, aparecen como por arte de magia proponiendo una experiencia cromática iniciática.
Las obras de Ulrich Wulff atrapan y dominan el ojo mediante un aspecto audaz y sintético, y un ritmo y un pulso de vibrante dinamismo. Cabría preguntarnos ¿Qué los mueve?, ¿qué los ilumina? … John Golding sostenía acerca de algunos cuadros de Mondrian o Kandinsky que “al verlos, sentimos que algo va a suceder”, y “que el crepúsculo era la hora de la revelación y la exaltación”.