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Exposiciones
- Jan Zöller
Will ich nichts verpassen, schließe ich die Augen
Como sostenía Plinio acerca de los orígenes de la pintura: “todos reconocen que consistía en circunscribir con líneas el contorno de la sombra de un hombre”. Es Plinio también quien alude al mismo mito para hablar del origen de la plástica: “la primera obra de este tipo la hizo en arcilla el alfarero Butades de Sición, en Corinto, sobre una idea de su hija, enamorada de un joven que iba a dejar la ciudad: la muchacha fijó con líneas los contornos del perfil de su amante sobre la pared a la luz de una vela”. El carácter primitivo de la primera operación de representación, se basaría entonces, según Plinio, en que el origen de la imagen pictórica no sería tanto el fruto de una observación del cuerpo humano, como la de fijar la proyección de su sombra. La primera pintura como imagen de sombra.
Al igual que en este mito, en la obra de Zöller todo forma parte de un relato incierto, misterioso y nocturno y en cuya interpretación cabrían tan solo conjeturas. Como representación de la sombra y la imagen como “recuerdo” la verdadera función de la pintura sería por tanto hacer presente lo ausente.
Si no quiero perderme nada, cierro los ojos (Will ich nichts verpassen, schließe ich die Augen) es el título de la primera exposición de Zöller en la Galería Heinrich Ehrhardt. Lo mismo que, en forma de inscripción sobre el vidrio de una ventana, parece elucubrar el personaje de uno de sus cuadros. En una deliberada y confusa sensación del dentro y el afuera, la pintura alberga un mundo “ausente”, el del hechizo, donde, entre la sombra y el duermevela, cerrando los ojos, las cosas suceden. Parece producirse ahí aquello a lo que Georges Bataille se refería como la “mutación que hizo de la pintura una realidad cambiada”.
Zöller busca en la noche, en la vacilación, en el sueño y en el humor una aproximación al mundo. Entre cierta ebriedad teatral y una ironía cercana a la indiferencia se suceden en su pintura escenas anti-heroicas que aluden a la originaria función de la pintura. Y aluden a ella en su doble interpretación pictórica y plástica: la naturaleza escultórica de su pintura, sus personajes portando herramientas primitivas que simbolizan la propia idea de hacer no son sólo representación, sino constatación del “hacer” el cuadro.
Con soltura y precisión, con un gusto por lo geométrico en relación a la concepción general del cuadro, pero con una especial atención a los detalles que determinan esa misma composición, el hieratismo de los personajes, lo arcaico, su frontalidad, la ruptura de las convenciones de la perspectiva o la ausencia de escorzos nos anuncian una maravillosa torpeza prosaica. Lo que se ve, lo que está “pintado”, es desde lo visual, algo cognitivo; un “impulso escópico” y platónico que anticipa, representa y simboliza el deseo de conocimiento.
En gran parte del cuerpo de trabajo que Jan Zöller ha desarrollado durante estos últimos años priman los negros del carboncillo, con sus matices, veladuras, frotados, intensidades y presiones, así como los claro-oscuros, los soles, las lunas y las sombras que, proyectadas sobre los personajes contemplativos, fantasiosos e iluminados, invaden su pintura de la magia de lo nocturno. “Magia sugerente” había dicho Baudelaire. La pintura contiene movimientos cuyas transfiguraciones son anunciadas a través de sombras. Y en esas sombras el tema se nos da y se nos retira simultáneamente.
Desde un plano pictórico figuras como Picasso, quien sin precedente alguno había utilizado la sombra con un carácter absolutamente nuevo en la historia de la pintura occidental (deshaciendo en vez de haciendo), Van Gogh o el “Rayo fisiognómico” de Paul Klee por ejemplo, son precursores de una concepción presente en Zöller. Y desde un punto de vista fílmico, en cuanto a lo que tiene la sombra de “proyección”, el cine expresionista, algunos de sus más célebres planos, y especialmente determinados fotogramas de Nosferatu o de El gabinete del doctor Caligari, que definen una nueva estética de la sombra, no pueden ahora pasarnos desapercibidos.
Las pinturas de Zöller parecen construirse a partir de imágenes fragmentadas, superpuestas y discontinuas, que aún así, proponen un mundo flotante y fluido.
Piezas y figuras en equilibrio, pantalones, piernas, zapatos, pájaros, fondos garabateados, alusiones a lo poético o imágenes que se atropellan unas sobre las otras, delimitan un mundo que se “recoge” en el cuadro pero que continúa más allá de él. Proust había hablado de la imagen del “deslizamiento”, del paso de un mundo a otro: ¿Qué hacen esas figuras, esas piernas que huyen de los cuadros? ¿A dónde se dirigen? Algunas escenas ocurren en bosques, otras en oscuras noches iluminadas mediante potentes focos de luz; otras pasan entre la lluvia y los charcos, con personajes retozando en el suelo, absortos en lo sensorial. Hay composiciones “constructivistas” y hay otras más “futuristas”, oníricas, en las que se dan rituales y bailes alrededor de fogatas humeantes y en las que fumadores proponen en su contemplación serena de las estrellas del firmamento un indiferente y ambiguo gesto dandi entre las corbatas y botas de charol a las que se refería Baudelaire para hablar del pintor de la vida moderna, o las poses más indolentes y flemáticas de bandas como Gang of Four o The Specials.
Hablando de Manet, Bataille reflexionó también sobre el “parentesco de las pinturas de todos los tiempos”. Una afirmación bellísima que plantea una trama enorme de conexiones y encuentros, insospechados y utópicos, que en definitiva articulan una historia o visión general de la pintura que nos permite establecer un fantástico (y a veces fantasioso) marco de pensamiento. La pintura de Zöller remite a cierta tradición de la pintura alemana. Pero no sólo eso; atendiendo a la sugerencia de Bataille, las pinturas de todos los tiempos, también de distintos lugares, se encuentran en Zöller. Algunas veces lo hace desde una aproximación inconsciente que conforma, desde su bagaje visual y su peculiar imaginario, onírico e industrial, su pintura. Otras lo hacen a partir de guiños más o menos evidentes a la pintura de sus predecesores. Así aparecerían Günther Förg o Clyfford Still por ejemplo, pero también R.B. Kitaj o Martin Kippenberger…y muy a lo lejos la pintura de la cerámica ática de figuras negras y figuras rojas. Los dos primeros emergen como “extraños” en la figuración de Zöller, ejemplos formalmente alejados de su universo; los otros, sin embargo, se relacionan también desde lo “intelectual”: Kitaj se enfrenta a enfoques críticos repletos de notas, textos, comentarios y prefacios; y en Kippenberger, en quien lo formal es, digamos, circunstancial, encontramos múltiples hallazgos temáticos y pictóricos, presentes sobretodo en sus pinturas de 1982 y 1983, que “reaparecen” en la pintura reciente de Zöller. En esta idea de desplazamiento temporal, que como hemos visto se desliza en la historia de la pintura, reside esa fantasía de aparición y desaparición de temas, personajes y elementos que se dejan ver en uno y otro cuadro cruzando siglos y escuelas.
La obra de Jan Zöller está llena de indagaciones plásticas que derivan en la construcción de una escena, concebida no sólo desde la figuración sino desde la mancha que repentinamente adquiere en su autonomía formal un significado literal.
Se trata de indagaciones oblicuas y transformaciones que permiten un doble nivel de lectura, el de una visión rápida a partir de la cual se “comprende” el cuadro en cuanto representación de una escena, en cuanto al tema, y otro el de una mirada perdida en multitud de matices pictóricos de una fascinante riqueza sensorial. Con una factura de reminiscencias punk y alejando a la pintura del anticuado atolladero de la pomposidad, la imprevista pintura de Zöller, como anuncia la inscripción de alguno de sus lienzos, supone el deseo de la alegría de la existencia.