Galería Ehrhardt Flórez

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  • Luis Claramunt

Luis Claramunt. Sevilla

11/09/2025 - 08/11/2025
Luis Claramunt. Sevilla, vista general, Galería Ehrhardt Flórez
Luis Claramunt. Sevilla, vista general, Galería Ehrhardt Flórez
Luis Claramunt. Sevilla, vista general, Galería Ehrhardt Flórez
Luis Claramunt. Sevilla, vista general, Galería Ehrhardt Flórez
Luis Claramunt. Sevilla, vista general, Galería Ehrhardt Flórez
Luis Claramunt. Sevilla, vista general, Galería Ehrhardt Flórez
Luis Claramunt. Sevilla, vista general, Galería Ehrhardt Flórez
Luis Claramunt. Sevilla, vista general, Galería Ehrhardt Flórez
Luis Claramunt. Sevilla, vista general, Galería Ehrhardt Flórez
Luis Claramunt. Sevilla, detalle vitrina, Galería Ehrhardt Flórez
Luis Claramunt. Sevilla, detalle vitrina, Galería Ehrhardt Flórez
Luis Claramunt. Sevilla, vista general, Galería Ehrhardt Flórez
Luis Claramunt. Sevilla, vista general, Galería Ehrhardt Flórez

Tras varios veranos viajando, en los setenta y principios de los ochenta, a festivales y encuentros de cante jondo en el sur de la península, Luis Claramunt (Barcelona 1951-Zarautz 2000) se establece en Sevilla en 1985.
La pintura desarrollada allí, entre 1985 y 1989, constituye un punto de inflexión determinante a nivel pictórico, temático y compositivo entre sus obras anteriores, más empastadas y figurativas del periodo barcelonés y toda la pintura posterior, mucho más abierta y estilizada.

La intensa relación de Claramunt con las ciudades en las que vivió, acabó marcando cada una de sus series. Los temas y lugares de su pintura se encarnaron de forma incansable en una gran producción de pinturas, dibujos y libros autoeditados: un imaginario que sigue un itinerario personalísimo y a la vez representativo de la evolución de la pintura en España desde los años setenta hasta finales de los noventa del siglo pasado.

La exposición que presentamos ahora, Luis Claramunt. Sevilla, coincidiendo con el veinticinco aniversario de su muerte, se centra en la obra pintada alrededor del año 1985 en la ciudad sevillana y reúne un numeroso grupo de pinturas, acuarelas, dibujos y diverso material de archivo.

Después de un periodo temprano en su ciudad natal, Barcelona, con sus primeras exposiciones en Taller de Picasso o, gracias a Toni Estrany, en la galería Dau al Set, y unas breves estancias posteriores en Madrid, donde expuso en la Galería Buades, Claramunt llega a Sevilla donde a lo largo del tiempo expone en galerías como La Máquina Española, Juana de Aizpuru, o Rafael Ortiz. Hay numerosos testimonios que narran esa llegada a la capital andaluza. La fuente más directa proviene del propio pintor contando su viaje a Sevilla en un reportaje dirigido por Juan Manuel Bonet, en 1986, para el programa de TVE Tiempos Modernos, y que constituye probablemente la única grabación de archivo audiovisual que existe sobre el pintor. Para la que por entonces era su pareja, la artista Teresa Lanceta, Sevilla fue el destino de un viaje que “no tuvo retorno”. Para el agitador cultural Quico Rivas más que un viaje fue una “mudanza”. Y para la comisaria Nuria Enguita fue una “primera parada, alentada por un ambiente propicio”.

“La pintura fue el único motivo para ir y para quedarse: se había vuelto celosa e inaplazable”. Ese traslado, como el que un año más tarde inicia desde Sevilla hacia Marrakech, respondía no sólo a un interés artístico sino fundamentalmente a una forma de entender el mundo. “Como otros grandes viajeros”, escribe Lanceta, “eligió como destino el propio viaje y encontró en las calles el paisaje donde transitar la vida”. Una vida de “travelling”, como la denominó Ángel González, con cierto aire nómada y de “costumbres fijas”.

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Las obras que mostramos en la presente exposición, especialmente las más grandes, fueron pintadas en su mayoría en una nave que alquiló en el Pasaje Mallol sevillano, después de que su anterior estudio cercano a la Maestranza se hubiera quedado insuficiente para acometer pinturas de ese tamaño. Un año después, en 1986, muchas de ellas formarían parte de su muestra en el Museo de Arte Contemporáneo de Sevilla. Estos cuadros, que no se han mostrado desde entonces, buscan retratar la urbe, pero no sólo desde un punto de vista paisajístico, sino desde otro más ligado a la experiencia, a los lugares y a las personas que el propio pintor frecuentaba. La calle San Luis, la calle Betis, la plaza del Pumarejo, el puente de Triana, la Alameda, los interiores y exteriores de las tabernas, e incluso otras ciudades, tratadas con la misma intención, como Basel (que visita puntualmente y que motiva el cuadro Los Puentes de Basel, incluido en esta muestra), son los lugares más comunes de su pintura.

Usando una reducida gama de color en cada obra y haciendo que muchas veces varios planos pictóricos se fusionasen, Claramunt parte en estos trabajos de la mancha, “sin esquema previo, hecha sin sentido, y luego extrayendo de ella una idea, una sensación, y acoplándola a un recuerdo; en suma, mezclando dos realidades, una más directa, el accidente fortuito, y otra no menos real, la que pueda dar la voluntad, la memoria, la memoria inconsciente”.

La mayor parte de las conversaciones y escritos conservados de Claramunt muestran una visión tremendamente precisa y analítica en relación al hecho y práctica pictóricas. Sus conversaciones publicadas con Kevin Power en 1986, u otra publicada después de su muerte, con Quico Rivas, que recopila charlas de distintas fechas, resumen la mayoría de sus preocupaciones sobre la pintura. La incorporación de la figura humana, lo esquemático, la estructura urbana, la ruptura de escala o la falta de valores tonales, así como la ausencia de textura (“por lo menos en el sentido superficial de la palabra”), de claroscuro, de simbolismo y de descripción, son los ejes principales de la pintura de aquella época. Todos ellos, uno a uno, asuntos a los que en su momento se refirió como los “tensores” del cuadro, son visibles aún en las telas que ahora mostramos en la exposición actual. La sensación que le obsesiona en relación a las perspectivas vertiginosas y los paisajes agobiantes y “delirantes”, “viene a ser a grandes rasgos el retrato de una ciudad, donde las principales preocupaciones compositivas han sido las imprescindibles para poder crear una atmósfera (no en el sentido impresionista de la palabra), un espacio lo más real posible, utilizando un sistema de trabajo muy sobrio y (…) muy disciplinado”.

Los cuadros centrados en las cuestiones de perspectiva, trazo y espacio, parten de una mancha previa accidental para pintar, sin titubeos, “aprovechando los errores o las dudas como manera de enriquecer el cuadro sin castigarlo”. “Conservando la fuerte empatía hacia el sufrimiento humano de su obra anterior” vemos en este grupo de cuadros la fuerte intención de prescindir de valores clásicamente pictóricos en favor de una ejecución centrada en lo estrictamente necesario, sin querer “decir al mismo tiempo muchas cosas que no se debieran superponer”. Obras como La Taberna o aquellos que pintan una escena entre un exterior y un interior, como En la esquina parecen crear con una gama monocromática “un clima de cierta tristeza” que para Claramunt sirve “para no cargar la pintura con elementos que pueden responder a un tratamiento moral y no una interpretación puramente plástica de la realidad”.

Por otro lado, otros cuadros, Calle Betis o Bar de alterne, muestran escenas en la que los elementos figurativos están “completamente subordinados a la solución de un espacio estrictamente pictórico”. Se trata de “anclajes” de figura que son en la mayoría de los casos, la solución final o inicial de muchas cosas. Las siluetas humanas, las figuras deshechas y confundidas entre lo gestual, o el ritmo de los árboles de la Alameda o la plaza del Pumarejo sirven al mismo tiempo “para explicar el espacio, y para llenarlo”. Y se define este espacio como “vital”, en una mezcla de ausencia y presencia insinuada. La figura, o su postura, o su movimiento, funciona como una pincelada más, desproporcionada eso sí, una pincelada que “busca situar una presencia sin más” y que rompe la escala con la intención de aportar una solución equilibrada que permita superponer distintos puntos de vista.

Y finalmente nos encontramos unos cuadros referidos por completo a la ciudad, Calle San Luis o Los puentes de Basel, compuestos como por “agrupación de triángulos” o “curvas casi paralelas”, donde las calles se estrechan sin fin, y en las que el ojo asciende y recorre el cuadro guiado por zonas abruptas, abigarradas, afiladas y dramáticas.

En relación con el color, la ciudad de Sevilla implica también una paleta que se diferencia de las utilizadas anteriormente y que va cambiando según el tema y el motivo pintado. Hay una gama reducida de color en la que la pasta o materia pictórica se utiliza para dar solución a distintos problemas. Están los cuadros del Río Guadalquivir en los que se enfrentan el caudal amarillento del río y los desafiantes márgenes como lucha entre “peso y ligereza, entre forma y sensación”; aparecen, en los ritmos de los árboles de las plazas sevillanas, los rojos encendidos, los verdes y los negros con un tratamiento más pastoso; por otro lado, en los puentes, las veladuras y la suavidad del color se contraponen a lo violento del trazo; y en las calles (“paseos entre luces y sombras”), bares y perspectivas se propone sin embargo una fusión total de las figuras con el paisaje, construido en base a la ausencia de valores tonales; finalmente hay otros cuadros sin figuras, solucionados prácticamente a línea, que son concreción, explicación y síntesis. Nuria Enguita se refirió a algunos de ellos como pertenecientes a un “proceso de vaciamiento del espacio, y reducción del volumen y profundidad de la pintura”.

Todas estas obras están acompañadas por una selección de acuarelas, dibujos, apuntes, fotografías, planos de ciudad y algunos ejemplares de sus libros autoeditados, que, junto a un autorretrato fechado en 1974 perteneciente a un periodo anterior y algunas telas del año 1987 (que prueban, al contrario de lo que se ha señalado hasta ahora, que en su carrera las etapas no son tan herméticas), conforman un paisaje amplio para situar y comprender parte de la carrera de Luis Claramunt. Todo este material constata que esta serie de pinturas encierra el principio y el final de algo; como sostiene Lanceta: “en dos meses –en junio y julio del ardiente verano sevillano– realizó una serie de obras sobre la ciudad con la que se despidió de un modo de hacer y sentir la pintura ”.

La exposición se completa con un catálogo y una publicación especial que saca a la luz por primera vez una serie de fotografías de la alemana Andrea Stappert tomadas en el estudio de Luis Claramunt en Sevilla en el año 1988.

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Con una actitud absolutamente independiente, desde el margen y a contratiempo, Luis Claramunt tuvo, como pintor, una gran conciencia histórica, reflexionando con lucidez sobre el significado de su pintura en relación con la historia que le precedía. Siendo un pintor autodidacta, sus referencias, repetidas en muchos escritos críticos, revelan una idea por encima de las demás: la concepción de la pintura como lenguaje propio y, a la vez, común. Y no deja de ser poderosamente revelador que, durante esos años sevillanos, Claramunt confesase un deseo cuanto menos inesperado, el de “hacer desaparecer una caligrafía personal de la obra y que parezca que ha funcionado sólo la materia ”. “En resumen, me interesa cada vez más que parezca que el cuadro se ha pintado solo” dijo. Ángel González ha sido de los que más atención ha puesto sobre este detalle que prueba que lo que podría haber pasado por un estilo inconfundible obedece justamente a todo lo contrario. González lo atribuye a cierta manía incontrolada, automática y fatal, que conduce al pintor a pintar sin querer. Sería algo así como desactivar el signo expresivo y propio en favor de una materia que fuese más allá y que en definitiva no necesitase la mano del pintor para ser realizado. Esa “manía” liberadora de sugerir que los cuadros se pintan solos, alimenta sin duda esa otra leyenda que circula sobre la falta de testigos que hayan visto a Claramunt pintando. Conversando sobre los pintores que en un momento u otro le pudieron interesar, pero no necesariamente influir, desde Nonell a Van Gogh o de Matisse a Delacroix, de las pinturas de Altamira a las ilustraciones de libros juveniles de aventuras y piratas, sostiene que todos “toman de cada lugar los mismos o parecidos vicios para resolver su obra”. Y por eso, su lenguaje, profundamente enraizado con la tradición de la pintura, constituye, un modelo imprescindible de nuestra cultura reciente.

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